Vacío en la nevera por Jaime Ernesto Rosado

 



De aquel dolor hacía ya muchos años, pero para Andrés era como si fuera ayer. Carolina decidió irse un día dejando todos sus espacios de la casa vacíos. Y él puso en cada hueco sin rellenar, una jaula de gruesos barrotes para que nadie más los ocupara, para volverlos a dejar tan llenos de nada.

Cuando las hojas abandonaban los árboles y las mariposas tenían que invernar, se hizo necesaria una visita al supermercado, en una tarde que parecía una continuación de la anterior, y de la de antes de esta. La vio. Vio que ella tenía cara de ángel. Andrés no percibió que los ojos que se rasgaban como si fueran de una gata, eran de un verde triste. Dentro de una cola que no avanzaba él lo hizo, avanzó, para buscar dentro del carro que la mujer empujaba, una excusa que acabara en conversación.

— ¡Ostras! Nos gustan las mismas galletas —dijo Andrés intentando que su sonrisa fuera lo más expresiva posible.

La mujer le miró con sus ojos tristes, que para el hombre eran los más bellos que había visto antes y después de que aquel dolor llegara a su vida.

Cuando salieron del supermercado, Andrés lanzó una moneda hizo un sonido metálico al chocar con otras que se guardaban en un vaso de café para llevar.

— Gracias —dijo el hombre de aspecto desaliñado con una colilla en la boca y un perro acurrucado a su lado.

«Hasta los vagabundos tienen compañía», pensó Andrés.

La mujer sonrió, pero no lo hizo al mendigo, sino a su acompañante, que sintió como su interior recibía el calor, ajeno al otoño, de aquella sonrisa.  Ambos continuaron por un camino que la casualidad quiso que fuera el mismo, a paso lento, con una compra que no pesaba en las manos del hombre.

En la puerta de una cafetería ella dijo que sí, y entraron en aquel lugar que era desconocido para los dos.

—Soledad. —dijo la mujer de ojos de gata delante de una mesa tan estrecha como el tiempo que habían pasado juntos.

Mientras recién llegada a su vida hablaba de su pasado, Andrés sentía que su dolor podía convertirse en un recuerdo que se iría congelando al ritmo que se iban humedeciendo los cartones que contenían los congelados que se guardaban en las bolsas de la compra.

—Por las necesidades. —Alzó su copa Soledad.

Las copas de vino vibraron con el brindis, y esa agitación tan chica llegó hasta las yemas de los dedos de Andrés que le hicieron creer que su vacío futuro acababa de morir.

Pero Soledad era la auténtica propietaria de su nombre, era una mujer que se sentía sola, que ya le explicó a Andrés que Compañía se había marchado dejando en su pecho un vacío tan grande como el que esperaba en la nevera de Andrés. Ahora la desconocida, más allá del brindis que quería que se convirtiera en la banda sonora de su futuro, necesitaba… Necesitaba una sonrisa y un gruñido, una risa y un llanto, un abrazo y un desprecio, un beso y un olvido, necesitaba amar y odiar ese amor.

Al llegar a casa, Andrés llevaba las manos vacías, sin darse cuenta se había liberado del peso de la compra. Quizá fue olvidada en la cafetería o tal vez en el restaurante, o puede que se almacenaran en un rincón del pub de la última copa y allí amanecería alejada al lado del dueño. No tenía importancia que la nevera se hubiera quedado vacía, aquella noche la cama estaba llena.

El hombre de los vacíos almacenados, echó el pestillo al dolor, al recuerdo, a la ausencia cuando el primer botón del vestido se desabrochó y aquella mirada de gata hizo que la habitación de jaulas vacías se pintara del verde, de la esperanza, de los ojos rasgados. La luz en la mañana rellenó los agujeros de una persiana que completaba el vacío en la pared que era la ventana. Andrés se había despertado con una carita de ángel a su lado y con el hueco de sus dedos completos por los de ellas, y lo primero que hizo es quitar la jaula del cajón de la mesilla de noche para que la hermosa mujer pudiera guardar sus sueños. Pero la mujer sonrió con unos labios tristes.

Soledad le conoció casi siendo niña. Fue una noche, no sabía si era tan oscura o solo se lo parecía, en que un padre borracho rompió el sueño de la casi niña con el alcohol que había envenenado el cuerpo del adulto.

A Soledad se le derribaron los tabiques de la memoria cuando despertó en una cama que no era la que odiaba cada mañana. Le pareció increíble que alguna vez pudiera ser tan joven.

Un desconocido surgió de las calles vacías para tejerle una alfombra de promesas donde los sueños rotos podían recomponerse. Esa inocencia que se destruye con la experiencia la hizo sentirse protegida, y Soledad se sintió amada, y ese mismo desconocimiento de la realidad hace que se desconozca que las mentiras se cuentan con un compás que al final queda mudo. El tiempo se volvió en un cruel compañero para Soledad, que convirtió la protección en miedo, y el amor en desconfianza. Una noche tenía a Compañía y a la siguiente, rota mañana, el veneno del alcohol recorría sus venas.

La jaula volvió a su lugar en la mesilla de noche. Andrés no sabía cómo había pasado, ahora todas las noches vivía pendiente de aquella única noche, en la que del primer botón desabrochado no supo ver que aquel pecho de mujer estaba totalmente vacío. En las noches que su mano se desliza bajo el pantalón de su pijama, y su virilidad se yergue escondida en su mano, rememora el sonido metálico, el eco de un brindis, y el llanto sustituye a un orgasmo que ya no necesita, como Soledad no necesitaba necesitar, o quizá sí, pero nunca mientras viva con los ojos tristes de gata y su pecho vacío, apareciendo para dejar las almas tan vacías como las neveras.

 

Jaime Ernesto Rosado


Comentarios

  1. Me gusta el símil con las neveras, la soledad, el frío y la sensación de vacío, está muy latente en este relato. Cuando nos rompen de esa manera, las secuelas son para siempre. Gracias por traerlo, y por recordarnos el daño que se infringe cuando se profana a alguien.

    Un abrazo.

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  2. Hay ausencias que duelen mucho más que otras. Esas que hacen que doña soledad se instale en la vida de uno casi sin darte cuenta, hasta que abres la nevera. O cuando el vacío que llena el espacio del que disponíamos para otra persona nos asalta. Me ha gustado mucho este relato Jaime.
    Atentamente tuyo.

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